Editorial

Good Feed #63: Libertad

Por Carolina Urcuyo Lara

Las palabras abren entrañas y heridas y también ayudan a sanar. Porque en el taller no hay alumnas ni profesorxs, estamos todxs presentes, liberándonos, apapachándonos, acuérpandonos en nuestros deseos, dolores y anhelos.

Cierro los ojos y me transporto a esa aula húmeda, calurosa y hacinada. Es un martes por la tarde y estamos entrando a la vorágine. Tenemos cartulinas, tijeras redondas, libros y marcadores sin punta. Para llegar al aula (nuestro destino final), tenemos que cargar todos estos materiales hasta el primer puesto policial, no sin antes hacer una fila larga y pasar por los detectores de metal. Se respira cansancio y tensión en la espera, hay decenas de personas esperando su turno, con encomiendas, almuerzos preparados y artículos de baño.

Al ingresar al puesto e identificarnos, nos dividen en dos grupos: las cuatro mujeres hacemos la fila al lado derecho del puesto y los dos hombres a la izquierda, el grupo se separa y nos despedimos hasta volvernos a reencontrar.

El paso siguiente consiste en ingresar a un cuarto pequeño y oscuro en el cual nos revisan con un detector de metales de pies a cabeza y nos obligan a vaciar nuestros bolsillos.  Luego, nos abren los maletines y bolsos para determinar si cargamos objetos punzo cortantes, metales como tenedores o papel aluminio, todos etiquetados como objetos prohibidos. El queque que horneé fue agredido por varios cuchillos sucios que buscaban objetos sospechosos mientras yo observaba este acto con cierta impotencia y frustración.

Como todas las semanas, tuvimos que dejar el celular nuestro contacto con el exterior en el casillero. Nuestros colegas, mamás, parejas y amigxs sabían que por un periodo de dos horas nos desconectábamos del mundo. Algunxs permanecían un poco perplejxs y dubitativxs de lo que esto podía significar. A otrxs, les generaba ansiedad mezclada con un poco de morbo y curiosidad.

Una vez superado el primer control, una se siente como si hubiese pasado la prueba más difícil de obstáculos… pero no; esto no acaba aquí. Aún debemos enfrentarnos a un segundo control, en el cual anotan nuestros nombres y nos escoltan a la entrada del área de orientación, quien gestiona este espacio educativo semanal. Mientras todo esto sucede, leo en las caras de Daniel, Sofía, Melany, Daniela y José Miguel un poco de nerviosismo y tensión. Por más visitas que hagamos, la comodidad nunca llega y una nunca llega a sentirse a gusto en el espacio físico de una cárcel.

El curso es un taller de Poesía y Comunicación; el grupo está integrado por estudiantes de la Universidad de Costa Rica, quienes para concluir su carrera universitaria se matriculan en un Trabajo Comunal Universitario. Durante un año, trabajan 300 horas de vinculación con grupos y comunidades en condiciones de vulnerabilidad y como parte de la labor social que realiza la universidad pública por el bien-estar de la sociedad costarricense.

En este TCU en particular Derechos Humanos y Comunicación nos trasladamos todos los martes desde el año 2018 desde diferentes lugares del país para compartir con 15 mujeres del Centro de Atención Institucional Vilma Curling. Nos convoca la poesía y la formación en comunicación pero sobre todo un paréntesis en el tiempo.

Nos convoca un espacio de catarsis y de sueños. La libertad se comparte, se saborea, pero también se añora. Ahí somos tan libres como queramos y somos revolucionarixs del pensamiento, como acuñaba la gran filósofa Hanna Arendt cuando se refería a los cambios sociales que pueden nacer cuando transitamos hacia nuevos paradigmas.

Languidez es el nuevo término mainstream para el sentimiento que conlleva el encierro pandémico, leía hoy en una nota en algún periódico internacional. Una de las integrantes poetas que asisten al taller, a raíz de este encierro, me mencionaba:  “nosotras ya estábamos preparadas para la pandemia, porque aprendimos a vivir confinadas”.

Sin embargo, yo difiero. Creo que nadie está preparado para lo que se vive todos los días en una cárcel. En teoría, al ingresar a un centro penal, las personas pierden su libertad de movimiento pero además de eso se les reducen sus posibilidades de acceso a la salud, a la educación, al esparcimiento, a la privacidad, a los vínculos y al afecto. Estar en una cárcel lejos de nutrirnos apaga nuestras ilusiones y entierra nuestros sueños.

Las cárceles no son lugares de rehabilitación o reforma en una sociedad en la cual las personas en condiciones de vulnerabilidad son ignoradas, marginalizadas, discriminadas y oprimidas por sistemas que les fallan como seres humanos. Este ciclo de pobreza, adicción, violencia contra las mujeres, penas desproporcionadas y desesperanza es la realidad de estos lugares.

En once años de docencia y vida profesional fuera de la universidad, nunca he sentido lo que experimento en el taller. El pecho aprieta; a veces siento que no puedo respirar. El dolor me recorre el cuerpo y, en ocasiones, se desdibujan los límites entre lo que es mío y lo que no es. Las palabras abren entrañas y heridas y también ayudan a sanar. Porque en el taller no hay alumnas ni profesorxs, estamos todxs presentes, liberándonos, apapachándonos y acuérpandonos en nuestros deseos, dolores y anhelos.

En esta entrega del GoodFeed tenemos la dicha de contar con los textos de seis talleristas, quienes recientemente han recuperado su libertad. Con ellas, disfrutaremos la libertad de trascender nuestras diferencias para encontrarnos en la universalidad de nuestra condición humana. 

En esta edición:

Ahora en libertad | Por  Heidi P. Soto

Todo y nada de mí | Por Katy Sague

Hay días | Por Yunita Sibaja

Libertad | Por Ana Grace C.

Nunca perdí mi alma, ni mi alegría | Por Katty SanAr

Tiempo | Por Adelina Cascante

Donde florecen los colores | Por José Miguel Carvajal Espinoza


Comunicadora, docente de la Escuela de Ciencias de Comunicación Colectiva, UCR