Por Sophie Molina
@sophiemolinau
Si yo contara lo miedosa que fui desde chiquitita hasta adulta no creerían que soy la misma persona de ahora.
Llegue al mundo de la aventura en el 2006 cuando, por las vueltas de la vida, apliqué para ser voluntaria de un campamento en San Gerardo de Dota.
Pasé durante 4 años, siendo voluntaria los fines de semana en el Campamento La Cumbre. Las funciones eran básicamente hacer la seguridad de todas las actividades: ser la belay (aseguradora) de quienes llegaban a escalar al lugar que, para el 2006, era el gimnasio de escalada más grande de toda Centroamérica.
También tenía que supervisar la seguridad en las cuerdas altas, en el rapel y en las demás actividades de altura y motivar a la gente a enfrentar sus miedos. Del 2006 al 2010 recuerdo haber escalado pocas veces; puedo contarlas con los dedos de mis manos. Así que durante todo ese tiempo me dediqué a motivar gente sin que yo pudiera enfrentar mi propio irracional miedo a la escalada.
Si yo contara lo miedosa que fui desde chiquitita hasta adulta no creerían que soy la misma persona de ahora, la que, con frecuencia, disfruta enfrentar sus propios miedos.
Recuerdo que mi reencuentro con la escalada fue el 1.° de noviembre del 2015. Fuimos a Cachí, donde está una de las paredes más impresionantes de este país para escalar. Desde que llegué estaba bien asustada; sin embargo, apenas me subí, me di cuenta que ya no existía aquel pánico que antes sentía, entonces lo disfruté.
Creo que esto ocurrió pocos meses después de cerrar una relación. Me sentía que estaba lista para descubrir el mundo, como cuando uno termina con alguien y se corta el pelo; fue algo similar, pero mucho más interno. Desde ese momento la escalada pasó a tener otro significado en mi vida.
Tras la escalada, llegó el surf, el skate, el ejercicio diario y una forma completamente diferente de ver la vida. Es más, diría que fue otra manera de enfrentar mi diabetes, que me acompaña desde los 9 años de edad, la que llegué a abrazar mientras escalaba con tanto miedo. Fue precisamente en ese proceso cuando logré aceptar el hecho de que soy diabética. En lugar de querer esconderla, como lo hice por años, me dediqué a entenderla.
Escalar me enfrentó tanto a mí misma que, desde que la encontré, tuve una especie de reseteo en todos los “no puedo” que yo misma me había puesto en la vida. Pasé de vivir rodeada de miedos que me paralizaban a vivir rodeada de miedos que siempre quiero superar.
Escalar me enseña que uno nunca es tan fuerte como podría imaginarse, que siempre hay un reto más duro por el que trabajar. Creo que la parte más linda de este deporte es que la fuerza física no tiene tanto peso como la fuerza y control mental que se necesita. Cuando estás en una pared de boulder o de deportiva (los dos tipos principales de escalada) es como estar jugando un juego de esos mentales, donde hay que enfocarse a full, pensar dónde hay que dar el siguiente paso, respirar constantemente y dejar de lado todas las cosas que están pasando en tu vida. Cuando uno está escalando, el momento presente es tan intenso que no hay forma de estar en otro lugar.
La escalada me enseña que no soy demasiado buena ni demasiado mala, mis retos, mis miedos y mis avances son completamente míos. Me enseña que uno puede caerse mil veces e intentar otras mil más. Es válido probar todas las veces mientras las manos lo soporten. Me ha enseñado que puedo irme por un tiempo, darme un break y regresar de nuevo, solo si estoy dispuesta a volver para sacar callos, para disfrutarlo, para enfrentarme y para retarme.
Me ha enseñado a confiar en la persona que me está asegurando. Escalar es un deporte individual, pero el crew es vital. Esa es una razón por la que siempre regreso, porque, mientras uno se enfrenta con uno mismo arriba, abajo hay alguien cuidándolo, animándolo y creyendo en uno. Cuando se logra llegar a un top (el agarre final) no se acaba nada…
Ese es apenas el inicio de esto, cuando uno logra una ruta lo esperan mil más duras. De pronto esos retos en una pared pasan a ser tan similares a los que vivimos en la vida diaria que nos sentimos capaces de enfrentar lo que venga.
La escalada me ha enseñado a disfrutar el golpe, el miedo, el dolor, la frustración, a celebrar el avance de un solo paso, el esfuerzo, a valorar la compañía de buenos partners.
Escalar me ha acompañado a dormir creyendo que no existe nadie más fuerte que yo en el universo y me hace querer ser una mujer más fuerte y segura para disfrutar la vida que yo estoy creando.
Soy Sophie Molina, tengo 34 años y soy diabética tipo 1 desde hace 23 años. Ceramista graduada de la UCR hace 10 años, fundadora hace 7 meses de un sueño pandémico “Agua Salada Cerámica” un proyecto que mezcla el uso del arte como medio terapéutico, junto a la cerámica y experiencias con surf y escalada. Fan número 1 de tomarme un buen yodo todos los días y de mover el cuerpo para estar feliz. Espero vivir al ladito del mar algún día y tener un café de esos que uno visita y nunca olvida.