Por Arturo Pardo V.
sobre @diego.vanderlaat
Es la primera vez que publica bajo el proyecto editorial propio Editorial Cúmulo Involuntario.
En Whisky, de Diego van der Laat, hay un ejercicio de memoria. Como nos suele suceder, la memoria que a veces nos engaña, o nos inserta imágenes que quizá no vivimos realmente, pero las mezcla con lo que sí sabemos que experimentamos… o bueno, eso queremos creer.
Son 24 relatos cortos en los que el autor Diego van der Laat comparte recuerdos que parten de fotografías a las que tuvo acceso porque él aparecía en ellas o porque un familiar o antepasado las protagonizaba. Siendo así entre estos relatos hay perfiles, lugares, semblanzas, y la oportunidad de disfrutar al autor autoreferenciándose como parte de dichas vivencias.
Curiosamente los títulos de cada obra corresponde a la cantidad de palabras que contiene el texto. Esta idea vino a partir del ejercicio literario de buscar cuántas palabras se pueden generar a partir de cada fotografía, jugando un poco con el refrán de que “una imagen vale más que mil palabras”.
Whisky es el quinto libro del autor, pues le sigue a Reparticiones (Editorial Germinal, 2015), 11 (Editorial Ambigú, 2015), Veintidós (Editorial Germinal, 2016) y 666 (Editorial 1390, 2017). Es la primera vez que publica bajo el proyecto editorial propio Editorial Cúmulo Involuntario, con el cual planea publicar trabajos de otros autores locales y reeditar algunos cuantos libros propios.
“Son textos muy biográficos, que no dejan de dar pie a las ficciones. La memoria a veces es un poco así, se minimizan cosas y se amplifican otras”, dice el escritor, ganador del Premio Nacional Aquileo J. Echeverría, en el 2015.
El libro está a la venta en la Librería Andante y Libros Duluoz, así como en su versión en línea, o por medio de la cuenta de Instagram del autor: @diego.vanderlaat Además, próximamente tendrán lugar ocasiones para adquirir el libro en sesiones donde narrará algunos de los relatos.
Por ahora, las fechas confirmadas son el jueves 20 de julio a las 7:00 p.m. en Franco, barrio Escalante, y el sábado 12 de agosto a las 4:00 p.m. en la Galería deCERCA, en los Yoses.
A continuación, compartimos tres de los textos incluidos en Whisky, con el permiso del autor a quien pueden leer en otras columnas publicadas anteriormente en este mismo blog. A continuación tres extractos de Whisky, de Diego van der Laat :
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(el perfume de los muertos)
El día que murió mi abuela vi por primera vez a mi abuelo. Se llamaba Miguel. Yo nunca lo había visto. Él había muerto diez años antes de que yo naciera, el 30 de enero de 1969. Lo habían enterrado en la tumba de Anastasio, su papá, y ahora que había muerto su esposa Matilde, habían aprovechado para pasarlo.
Después de la misa, cuando abrieron la fosa para meter a mi abuela, acercaron una bolsa plástica verde de basura, una de esas que se supone, huelen a limón. La bolsa estaba entreabierta y recuerdo cómo se asomaban varios huesos —hola Miguel. Abrieron el ataúd de mi abuela y pusieron la bolsa a sus pies.
No recuerdo llorar ese día, no recuerdo sentir dolor, tenía nueve años y supongo que lo sentí, supongo que estaba triste, pero no lo recuerdo. En mi cabeza ese día estaba lloviendo; en los entierros de mi memoria siempre es jueves y siempre está lloviendo. Lo que se quedará impregnado involuntariamente y para siempre será el olor del aceite hirviendo, la expulsión violenta y espasmódica de esa emulsión gaseosa que sale por las chimeneas de la fábrica de margarina que queda al lado del Cementerio General. Ese olor llenará mi memoria, llenará cada tumba, cada recoveco, cada fosa abierta en el suelo. Ese olor en mi recuerdo es a lo que huelen los huesos, de alguna forma para mí, ese es el perfume que usan los muertos.
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(arenas movedizas)
Dejando de lado las orejas, y supongo que algo en la mirada, mi papá y yo somos, diferentes. Él creció teniéndole miedo a la bomba atómica, yo a las arenas movedizas. Él soñaba con bloques y bandos y bunkers, yo con ramas largas. Los dos estuvimos lejos de vivir ambas cosas; yo más que él. Las 42 ojivas soviéticas en Cuba se quedaron en Cuba y las arenas movedizas se quedaron en donde-sea-que-sea que hay arenas movedizas. En algunas cosas somos muy distintos, supongo que esta es una: mi papá es hijo de la guerra fría, yo soy hijo de la televisión.
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(la araña en el frasco)
Es el lazo lo primero que me conmueve, el lazo inmenso y como de papel. Luego me conmueve el dedo pequeño de su mano izquierda, cómo se arremete hacia el centro de la palma, cómo se esconde igual que el mío y el de una de mis hijas. Es también la pava, el mongol #2, el anillo pequeño en su mano derecha. Me conmueve la mirada de mi mamá, tan temprana, tan antes de conocernos.
Más tarde ese día, mi abuelo Miguel, su padre, le ayudará a meter una araña picacaballo en un frasco. Le abrirá con un punzón de hielo varios huecos en la tapa de lata y mi mamá le meterá adentro varias hojas que arrancó del patio para que coma. Mi abuelo le ayudará, porque es una tarea para la escuela: la niña tiene que llevar un bicho en un frasco. Eso hicieron. Al día siguiente mi mamá va a encontrar el envase de vidrio lleno de un líquido blancuzco y amarillento. Va a encontrar a la araña ahogada en su veneno, en su propio mecanismo de defensa. Un bulto negro flotando en medio de un líquido blanco y espeso.
Me conmueve la mirada de la niña, su lazo inmenso, el anillo pequeño en su mano derecha. Me conmueven también el frasco de vidrio, los tres huecos imprecisos por el mal pulso de mi abuelo sobre la tapa. Me conmueven los ocho ojos sin vida de ese animal artrópodo que reflejan ocho veces la mirada de la niña, que, aunque no sea su culpa, se sentirá culpable para siempre.