Por Florisabel Fernández
@surikataflow
Esta historia me impacta(ba) tremendamente y resulta(ba) en una extra salivación, de esa que no te das cuenta de que te resbala por la barbilla hasta que alguien te limpia.
No podía dejar de ver esa dulcerita de cristal repleta de lo que parecían unos extraños confites. Botoncitos brillantes, ovalados, verdes por fuera rellenos de otro confite rojo, igual de brillante.
Ante mi intriga, mi hermana cogió un botoncito entre sus dedos, y en cámmaaaraaa mmuuyy leennttaa se lo comió de rechupete, vendiéndome la idea de estar degustando la golosina más decadente.
Say no more. Tres segundos después me encontraba tomando un puñado de esos brillantes dulces, atarantadamente, probándolos solamente para descubrir una inesperada explosión de sensaciones y sabores como nunca antes había disfrutado.
Sentí expandiéndose en mi lengua un relámpago líquido salado y de alguna forma carnudito que, lejos de ser un shock, se registró en mi archivo de sabores, que estaba casi sin estrenar… convirtiendo así –a mis cuatro años– a la aceituna en la segunda entrada más importante en el archivo gustativo de mi vida (la primera entrada es la Leche Tica, pero esa es otra historia).
El hechizo de las ashertunas en mi paladar parecía no tener fin; sin embargo, en esos tiempos, no era fácil conseguirlas en Turrialba. Así que cuando se acabaron, se acabaron.
Buscando aliviar un poco el grave estado de la nación interna de su hijita ante la escasez, o mejor dicha nulidad de estas explosivas y exquisitas frutas, mamá, con estupenda e histriónica narrativa, compartía una leyenda mitológica:
Zeus había prometido dar Ática al dios, o la diosa, que hiciera el invento o regalo más útil. Poseidón, dios del mar, y Atenea, hija de Zeus, diosa de la sabiduría, compitieron para hacerse con la posesión de la protección de Ática.
Ambos dioses se manifestaron en una colina rocosa que conocemos hoy como Acrópolis. Poseidón golpeó la roca con su tridente y de esta, promocionado como un instrumento de guerra rápido y poderoso, hizo salir una fuente de agua de mar y un caballo más veloz que el viento.
Atenea plantó el primer árbol de olivo, el cual durante milenios y hasta la eternidad, además de sus frutos, daría un maravilloso jugo que los hombres podrían utilizar para la preparación de alimentos, el cuidado del cuerpo, la curación de heridas y enfermedades, y como fuente de luz y calor para los hogares. Y bueno, de ahí el nombre de Atenas y la simbología de paz y abundancia que está relacionada con el olivo.
Esta historia me impacta(ba) tremendamente y siempre resulta(ba) en una extra salivación, de esa que no te das cuenta de que te resbala por la barbilla hasta que alguien te limpia. Esa que me generaba intensas plegarias nocturnas al niñito Dios, pidiendo pofavó pofavó pofavó un frazquito de ashertunas con o sin huezito, con o zin chilito, zolo un frazquito pofavógraciazyamen.
Creciendo en el CATIE tuve una infancia privilegiada, soñada y hasta fantástica, aunada a la fortuna de probar un sinfín de platillos tradicionales y recetas de familias que provenían de diferentes países. Prácticamente era un festival culinario cada fin de semana.
Asadito argentino, feijoada brasileña, asadito paraguayo… uuuy, y su acompañante de rigor: la sopa paraguaya, que se come con tenedor. El hermoso ritual de compartir el mate, kasekuchen, ajiaco de locura, buñuelos y natillas colombianos, arepas venezolanas, el infaltable pavo y pumpkin pie, tostadas con carne cruda, asadito chileno y asadito uruguayo, junto a muchos platillos de los Países Bajos, Nórdicos y Medio Oriente cuyos nombres de momento escapan a mi memoria.
¿Cómo podíamos gozar de estos platillos?; es decir, ¿cómo se conseguían los ingredientes tan específicos y únicos para cada comida? Resulta ser que los funcionarios de Misiones Internaciones disfrutaban de la exoneración de impuestos, lo que convertía a ese centro en un pequeño paraíso y vitrina del mundo.
Y aun así, las aceitunas no aparecían. Mecachis la calamidad. Y cuánta persistencia para una niña de 4 años. Y mamá, porfa contame la leyenda de mitología griega otra vez, y a acostarme llena de babas y rezando por aceitunas de nuevo. En loop durante meses que se sintieron como una eternidad.
Ese inefable gusto por las aceitunas podría ser innato, heredado de mis ancestros maternos, pues mi bisabuelo catalán, en sus buenos tiempos, importaba, entre otras cosas, aceite de oliva, higos secos, pequeños toneles de vino de Alella, de donde era originario; y por supuesto aceitunas.
Así, los platillos típicos se aderezaban con esos ingredientes foráneos en combinaciones inusuales y deliciosas; con ese inigualable factor de la aceituna de reunir el ácido, amargo, dulce y salado…de seguro yo me relamía mis bigotes desde el vientre de mamá y por eso me sedujeron las aceitunas desde siempre.
Ese año, como otros, fuimos a celebrar Nochebuena y Navidad con mi tía Marta y abuelita Alice, en Atenas de Alajuela. Sentada en el suelo del zaguán, frente a la fuente de seis metros, consumida en montañitas de papeles de regalo y una espléndida cantidad de obsequios en el patio abierto del corazón de la casona, sobresalió un extraño objeto con una tarjetita con mi nombre. Estaba en el suelo, y se me hacía dificil alzarlo, moverlo de donde estaba.
Al desenvolverlo, descubrí el más grande tesoro, el deseo superando la realidad y con un grito de emoción se me iluminó la cara, la vida y las papilas gustativas de la emoción: ¡¡¡guaauuu ashertunas!!
El mejor regalo de Navidad –el non plus ultra– fue el frasco más enorme jamás imaginado, lleno de las más carnuditas y deliciosas aceitunas con huesito. Mis ojos desorbitados pidieron ayuda a papá para abrirlo, y con mis deditos repartí una aceituna por persona; éramos 6 en total.
Verdes, negras, moradas… Kalamata, Niçoise, Amfissa, Castelvetrano, Manzanilla, Beldi, Gordal, Cerignola, Nyon. Las hojitas del calendario avanzaban y con ellas mis descubrimientos de estas y muchas otras variedades de gloriosas ashertunas, sin olvidar las de rigor incluidas en el refrescante aperol spritz o un dirty martini… ¿qué hora es, por
cierto?
Esa noche dormí apercollada al frasco con la certeza de que Atenea había escuchado mis plegarias, y comprendí que la entrega de mis deseadas aceitunas no podía ser en otro lugar que no fuera Atenas, rodeada de paz y abundancia.
Han pasado muchos otoños desde el descubrimiento de esta exquisita y celestial fruta, la cual me ha acompañado desde entonces casi religiosamente, siempre sorprendiendo y alegrando mi paladar como si fuera la primera vez.
Si pudiera escribir una oda a la aceituna, lo más seguro me la comería.