Sobre colorismo, pigmentocracia y la superficialidad del racismo
Por Tanisha Swaby Campbell
@tannniii
¿Qué es la raza? Si alguna vez ha dicho que: “usted no ve colores, ve personas”, este texto es para usted.
En este punto, todxs hemos escuchado la frase: somos una sola raza, la raza humana. Desde el punto de vista estrictamente biológico es cierto, las diferencias genéticas entre seres humanos son tan insignificantes, que no estamos ni cerca de alcanzar los parámetros necesarios para considerar que existan subespecies dentro de la especie humana. Pero eso no hace que la raza sea menos real.
Raza es un constructo social creado por los colonizadores europeos en el contexto de la conquista de América y la esclavización de personas africanas para su explotación en el nuevo mundo. La base principal de este proceso colonizador que iba a moldear la modernidad y las relaciones culturales, sociales y de poder global; es un sistema de castas raciales basado en rasgos fenotípicos arbitrarios. En la pirámide que constituyó el nuevo orden de relaciones sociales y económicas, las personas africanas de piel oscura quedaron en la base y lo blanco europeo se colocó en la cima. Nació así la matriz ideológica que conocemos como supremacía blanca.
El nuevo orden mundial basado en razas configura las existencias alrededor del color de la piel (y otros rasgos de apariencia) privilegiando en todas las áreas de la vida social a quienes se acercan al ideal blanco europeo, y castigando a quienes ostentan un color de piel más oscura y rasgos fenotípicos asociados con la Africanidad (desde la textura del cabello hasta el tamaño de las nalgas y la forma de la nariz).
Por siglos, la ciencia natural, la religión, la filosofía y prácticamente todas las formas de saber, reprodujeron la idea de raza como categoría biológica incuestionable basándose en las diferencias físicas entre grupos humanos.
En 1735, Carl Linneo, naturalista y padre de la taxonomía moderna, clasificó a la humanidad en cuatro grandes grupos, Americanus, Asiaticus, Africanus y Europeus. Esta clasificación se basó primero en el lugar de origen, y posteriormente en el color de la piel. Linneo creó el sistema de clasificación taxonómica que introdujo la categoría de subespecie (lo que comúnmente llamamos raza) y su influencia en el desarrollo de las ciencias naturales es innegable. En su clasificación de los grupos raciales humanos, Linneo adjudicó las siguientes características a cada uno: los Americanus eran de piel roja, tercos e irritables; los Africanus eran de piel negra, vagabundos y negligentes, los Asiaticus de piel amarilla, codiciosos y despistados; y los Europeus eran de piel blanca, inteligentes y gentiles.
Desde la biología y la ciencia se han cimentado estas relaciones entre el color de piel y la inferioridad psico-emocional, cultural y económica, estableciendo así una sociedad pigmentocrática.
Esta forma de organización social genera estratificaciones basadas en el color de piel, aún dentro de las propias castas raciales. También produce una serie de relaciones dinámicas de poder entre cada uno de los grupos que conforman la pirámide. Aun quienes se alejan de la cúspide de la blanquitud (por ejemplo, las personas asiáticas o mestizas), ejercen violencia contra quienes se encuentran en la base de la pirámide, las personas Afrodescendientes de piel oscura; reproduciendo así el sistema de supremacía racial del cual elles también son víctimas.
La discriminación que reciben las personas afrodescendientes en virtud de la negritud de su piel representa una forma particular de racismo. Tanto por el papel y las secuelas de la esclavitud en la distribución actual del poder y la riqueza, como por la particularidad de la crueldad de la violencia que han experimentado históricamente los cuerpos racializados como negros. A ese racismo, por su especificidad y por su carácter articulador de las relaciones raciales, le llamamos Racismo Antinegro o Afrofobia. Todas las personas que operamos en el sistema social de la modernidad reproducimos la Afrofobia en algún nivel.
El mestizaje generó una serie de retos para la clasificación racial basada en el color de la piel. Así en los Estados Unidos del Siglo XX, se instauró la “Regla de una Sola Gota” que dictaba que cualquier persona con mestizaje de una comunidad no blanca era considerada automáticamente en identidad de la comunidad no blanca mezclada. Es decir que para ser blanco había que tener ascendencia exclusivamente europea y que, si existía mestizaje entre una persona afrodescendiente y una europea, su descendencia era considerada afrodescendiente.
En las colonias españolas y portuguesas se desarrollaron complejos sistemas de castas raciales que incluían decenas de categorías para organizar un sistema social estratificado racialmente. Los sistemas de castas variaban levemente entre colonias, pero todas las organizaciones iban en el mismo sentido: quienes tenían mayores porcentajes de ascendencia europea y una piel más clara estaban siempre en la cúspide; quienes tenían piel más oscura y ascendencia africana estaban en el fondo.
Este sistema, que se mantuvo vigente durante varios siglos, ha tenido implicaciones directas en el acceso a oportunidades de las personas afrodescendientes o negras, en virtud del color de su piel y/o su condición de mestizaje con otros grupos raciales. No es casual que muchas de las personas negras que han roto techos de vidrio importantes (el primer Presidente Negro de los Estados Unidos o el primer Juez de la Corte Suprema de ese país por ejemplo), o que la mayoría de la representación negra en el cine y la televisión, sean personas negras de piel clara.
El sistema que beneficia a quienes, aun siendo racializados como no blancos, tienen un fenotipo más cercano al europeo, es lo que conocemos como colorismo, y no es más que un subproducto del racismo, cuya base es la antinegritud.
Dijo el ilustre sociólogo peruano Aníbal Quijano, creador de la teoría de la colonialidad del poder, que: “El rasgo más potente del eurocentrismo es la imposición de un enfoque distorsionado sobre los dominados, que les obliga a verse con los ojos del dominador, lo cual bloquea y encubre la perspectiva histórica y cultural autónoma de los dominados bajo el patrón de poder vigente”.
Así, las personas afrodescendientes también reproducimos en nuestras vidas y comunidades, los designios de la supremacía blanca, y tenemos por tanto grandes problemas con el manejo del colorismo; que, por efecto del patriarcado, suele afectar con mayor intensidad a las mujeres negras. Es común escuchar a hombres afrodescendientes expresar su preferencia por mujeres de piel clara. También son muchos los estereotipos que se extienden a las mujeres negras de piel oscura y que las caracterizan como irritables, agresivas y amenazantes en contraste con mujeres de piel más clara o pertenecientes a otros grupos étnico-raciales.
Aun dentro de la población mestiza mayoritaria de América Latina, las personas de piel clara y rasgos europeos ostentan privilegios en relación con las personas de piel morena. La xenofobia, hermana inseparable del clasismo, tiene también un componente colorista importante.
Así las cosas, la mayoría de nuestras relaciones sociales están organizadas alrededor del color de nuestra piel, aunque estemos condicionadas para creer que la distribución actual del poder y los recursos expresa el orden “natural” de las cosas. La ola reciente de mujeres blancas que se han hecho pasar por afrodescendientes para aumentar su capital social (Jessica Krug, CV Vitolo-Haddad, Satchuel Cole y anteriormente Rachel Dolezal) pone de manifiesto que, aunque la negritud se ha convertido en un bien comoditizable bajo el capitalismo representativo, la piel clara trae privilegios materiales específicos.
Estos casos nos hacen cuestionarnos sobre los límites de la identidad. ¿Será que existen las personas blanco-pasantes o “white-passing”? ¿O es que en una sociedad que juzga en virtud de lo visible, ser blanco pasante es en realidad ser blanco? La pregunta está abierta.
Y es que, aunque digamos que no vemos color, ya la neurociencia ha probado que nuestro cerebro está codificado para asumir ciertas cosas de los demás en función de su apariencia. A esto se le llama “sesgos inconscientes”. La forma de transformar esta realidad NO está en la ingenuidad del “colorblindness”, tampoco fingiendo que la descalificación biológica de la existencia de razas haya cambiado el sistema social cuyo funcionamiento mismo se basa en ese precepto. Abramos los ojos a la realidad del racismo, y su manifestación en el colorismo, para que algún día los derechos, las oportunidades, la libertad, la autonomía, la salud, y la felicidad estén garantizadas para personas de todos los colores.
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Es activista afrofeminista, Miembro del Centro de Mujeres Afrocostarricenses y experta en temas de diversidad e inclusión a nivel organizacional. Es psicóloga, ama las series de “true crime” y en WhatsApp suele dejar a sus contactos en visto.