Por Rodrigo Villalobos
@rodrigo_villalobos
«Reíte de vos mismo, antes de que los demás lo hagan». Esta frase la aprendí de muy joven y se me quedó guardada casi como un mantra. Mi memoria siempre se la atribuyó a San Agustín, y ahora pongo en duda su autoría. Además de que, después de haberme leído Las Confesiones, creo que sería el último candidato para semejante cita. Quizás me equivoco y sí fue de él, pero ya no lo sé ni me interesa citarlo correctamente.
La razón por la que dudo que sea de San Agustín es porque, precisamente, sus Confesiones son un compendio de reflexiones metafísicas en las que le cuenta a Dios (como si Tatica no lo supiera ya) todas las miserias de su humana alma: su conversión de un alma pecaminosa a un alma en constante encuentro con Cristo. Y está bien por el Agustín. Es muy consecuente: casi siempre, las personas que se adhieren más a cualquier forma de dogmatismo son, precisamente, aquellas que anterior a un episodio de transformación vivieron una vida desequilibrada. Todos tenemos un tío pandereta, una abuela conservadora o un vecino de ultraderechas. Son los mismos que en otra época fueron alcohólico el uno, licenciosa la otra y militante comunista decepcionado el último. Llegan al punto de inflexión en el que la vida parece empujarlos al lado contrario del espectro para compensar sus años de excesos. Lo del balance nunca se les dio bien. Sus risas y libertinajes de antaño son ahora un eterno rictus severo. San Agustín supo muy bien atender a esta fórmula, y pasó de ser un lujurioso a un disciplinado Padre de la Iglesia, expositor de un neoplatonismo que sentaría muchas de las bases teológicas de la doxa católica.
Paréntesis: lamento aburrir al lector con esta sosa reflexión sobre la transformación moral de otros. No es mi interés meterme en la vida de nadie. Quizás lo hago porque vengo del extremo opuesto: yo, que desde niño fui formado para ser predicador, misión y oficio que ejercí durante toda mi adolescencia incluso en televisión nacional, fui moldeado en una especie de niño adulto que, a semejanza del preadolescente Jesús, predicaba entre adultos. Eso por supuesto implicó aprender a tomarme la vida con seriedad, porque yo era un mensajero de Dios.
Luego llegó la vida adulta, la universidad, sus malditas ideas filosóficas, el sexo prematrimonial y una serie de crisis personales que derivó en un ser sin su anterior misión trascendental y terminó como comediante de stand up en lugares llenos de gente ebria. También me he presentado en teatros, con gente todavía no ebria.
Llevo años ganándome el sustento haciendo mofa de mí mismo y de la vida. Y no es que la necesidad económica me llevara a ello, sino que, por el contrario, fue una necesidad vocacional la que me llevó a encontrar en mi búsqueda un modo de sobrevivir.
Dejé de decirle a otros cómo vivir su vida, para reírme de la vida misma. Y ahí encontré, sin querer, motivos para amar la vida, para abrazar y aceptar sus contradicciones.
Dejé de buscar amar a mis hermanos, para reírme de sus miserias, que son las mías también. Me une a todos ellos, esta comedia que llamamos vida.
A diferencia del cristianismo que me enseñó la tragedia de vivir (aunque el final de su relato intente ser cómico, es decir, con final feliz, el cual significa la salvación del género humano, o la parte elegida de él), la comedia me enseñó más del humanismo.
Así pues, me río de mí porque tengo compasión de mí, porque soy digno de ella y porque mis problemas no son sino chistes diminutos en la infinita historia del universo. Porque dejó de hacerme creer importante para hacerme saber humano. Eso no golpea mi autoestima: la hace más realista. Elimina mi orgullo de creerme ungido de dignidad celestial, para reconocerme como ser de carne y hueso. Aristóteles distinguía la comedia de la tragedia, pues esta última era la historia de los grandes personajes, que siempre acababan mal. La comedia, en cambio, es la historia de los plebeyos que acaban bien. Cuyos enredos son poca cosa, aunque los sientan mucho.
No es que la comedia me haga ignorar el dolor o me anestesie contra él o me vuelva cínico. Por el contrario: la comedia me da fuerzas para reírme después de haber llorado. Es un analgésico. Un recordatorio de que estoy vivo. Y de que solo tengo esta vida y debo reírla. Río el dolor que poco a poco va sanando. Soy un bicho raro en la naturaleza: soy un ser humano, es decir, un ser que ríe. Mi tragedia es auténtica, pero puedo convertirla en comedia. O al menos ese es mi ejercicio diario.
La comedia no le gusta al poder, porque lo desacraliza. Por eso en la maravillosa novela de Umberto Eco El nombre de la rosa, un monje pone una trampa contra la risa. Desea desaparecerla porque le parece grotesca y poco divina. Nos criamos con un dios trágico y severo. La risa es ese demonio que me libera y me conecta conmigo mismo. La risa es divina porque es humana. Quizás es regalo de un dios pagano y travieso al que le gusta también exprimir uvas. Por algo la risa y el vino han estado juntos desde tiempo inmemoriales. Si tal dios existe en verdad, a él le predico ahora. Porque me liberó del sufrimiento de la solemnidad. Me dio un nuevo mandamiento: «Reír para no llorar».