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“Devuélvanse a su país”: Ya estoy en él, gracias

Por Lissa Feng
@lissafengmo

En esa rutina de saludos a rostros familiares a diario era inevitable sentir que éramos parte de la comunidad. De la misma forma en la que había muchos momentos donde también era inevitable recordar que no lo éramos para otros.

Mi papá se llamaba Feng Xian Ling, pero también se llamaba Jose. Ese fue el nombre que adoptó cuando llegó a Costa Rica a finales de los 80´s, después de haber estado dos años en Panamá que, en sus propias palabras, “le dejaron poco, y le enseñaron mucho”.

Mi mamá se llamaba Mo Xiu Hua, pero también se llamaba Lily. Junto con mi hermano mayor –de  nueve años en ese entonces–, llegó seis años después de mi papá a un país del cual sabía solo lo que otros le habían contado en cartas y llamadas internacionales tan cortas como costosas.

Jose y Lily. Eran nombres cortos y sencillos para comenzar una vida llena de complicaciones y retos. Y probablemente eran lo más fácil de poner en palabras de toda su experiencia como migrantes que los llevó a más de 15.000 kilómetros lejos de su ciudad natal en China, a un lugar en el que vivieron siempre como extraños en su propia casa.

Mis papás, como muchos otros migrantes chinos, comenzaron con una soda, que después creció y se expandió en un restaurante. Detrás del mostrador, mi tarea favorita era ayudar a mi mamá a atender los pedidos por teléfono. “¡Hola! ¿Un cantonés? ¿Y por qué no dos?” era mi línea más frecuente como asistente de mi mamá.

Y en el típico ritmo lleno de cambios de una familia migrante, mis padres les alquilaron su restaurante a otros, e iniciaron de nuevo en otro lugar con otras metas. Ya no atendía pedidos de comida junto a mi madre o veía a mi papá detrás de un wok, sino que los seguía mientras abastecían pasillos de productos y cobraban detrás de una caja registradora.

Con el paso del tiempo, el supermercado de mis padres se había vuelto parte del paisaje del barrio, y una parada frecuente en la rutina de nuestros vecinos, igual que su restaurante en su momento. Y ahí junto a mi familia detrás de un mostrador, veíamos los mismos rostros casi todos los días, y eventualmente mi mamá ya no era “la china del super” para muchos, era Lily, y mi papá no era “el chino de la pulpe”, era José.

De alguna forma, en esa rutina de saludos a rostros familiares a diario era inevitable sentir que éramos parte de la comunidad. De la misma forma en la que había muchos momentos donde también era inevitable recordar que no lo éramos para otros.

Si algo me quedó claro de la experiencia de mis padres en sus negocios, es que el servicio al cliente es duro, y es aún más duro cuando sos un migrante que no habla de manera fluida el idioma local. En más de una ocasión presencié a algún cliente disgustado utilizando un sin número de palabras para insultar a mis padres, y en esas ocasiones, por dentro agradecía que no entendieran su significado literal, aunque claramente las intenciones maliciosas superaban la barrera del idioma. En esas tantas discusiones, siempre había una frase que volvía una y otra vez:

“Si no les gusta ¿Por qué no jalan de aquí? Devuélvanse a su país”

Y aunque en el fondo entendía adónde se referían, a la vez me preguntaba cuál era el país de mis papás.

Mis papás trabajaban de sol a sol todos los días, saludaban a los vecinos cada vez que caminaban por el barrio, llevaban y recogían a sus hijos de la escuela de lunes a viernes, nos mandaban a la panadería de la esquina a comprar el pan de la mañana, iban a la feria todos los sábados sin falta, pasaban horas haciendo filas engorrosas en instituciones públicas para lidiar con trámites aún más estresantes y, en la rara ocasión que tenían tiempo, nos llevaban de paseo a la playa en Semana Santa y Año Nuevo.

Entonces ¿qué hacían los demás que no hacían mis padres? ¿Qué los hacía menos ciudadanos de Costa Rica que el resto? Y, ¿qué más tenían que hacer para que este país en el que decidieron desarrollar sus vidas los aceptara finalmente sin amenazas ni prejuicios?

Sin embargo, con el pasar del tiempo, paré de hacerme estas preguntas, porque entendí que las estaba dirigiendo a las personas equivocadas. No eran mis padres quienes tenían que pasar constantemente probándole al mundo entero que pertenecían aquí, o justificando su presencia en un país al que aportaban como cualquier otra persona. Mis padres estaban en su país, el país al que le entregaban todo, todos los días, y no tenían que devolverse a ningún lugar.

Quizás para muchos la nacionalidad sea lo que define adónde pertenecemos. Sin embargo, al contrario, creo que una de las cosas más increíbles de ser seres humanos, es nuestra capacidad de adaptación y la posibilidad de poder plantar raíces una y otra vez en un lugar nuevo, y en ellos dejar un pedacito de nuestras vidas y construir un hogar con el paso del tiempo. Creo que son todas esas experiencias y las conexiones que realizamos en el camino las que de verdad dictan de dónde somos, más que un acta de nacimiento.

Ahora, más bien les devuelvo la respuesta a quienes tratan constantemente a través de actos de xenofobia empujar a otros fuera de su hogar: Yo estoy en mi país. Mis padres y mi familia están en su país. Cada migrante que toma la valiente decisión de comenzar en otro lugar a pesar de la incertidumbre y los retos, está en su país. Espero sinceramente, que algún día ustedes encuentren algo más que su nacionalidad que les permita sentir que están en el suyo y que les dé paz y comprensión suficiente para no tener que atacar a otros, quienes solo están tratando de construir una vida lejos del lugar que los vio nacer.