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Sobre la(s) lengua(s) materna(s), en plural

Por Ana Beatriz Fernández González
@beatrizfergo

La Lengua Materna (…) nos hace pertenecer, construir identidades y diferencias, generar vínculos y relaciones, nos permite comunicarnos y crear redes, tejidos sociales, comunidades, disentir, resistir, cambiar, transgredir.

De las tareas más fascinantes de ser madre (hablo en primera persona singularísima, y, por lo tanto, no incluyo a los papás ni al padre de mis hijas) es asumir el juego del aprendizaje/enseñanza de la lengua materna.

Mis hijas pronunciaron sus primeras sílabas en distintos momentos de su desarrollo infantil. La mayor como a los nueve meses dijo vaca, pues durante muchas noches cuando la acostaba en la cuna, le mostraba un móvil con una vaca bellamente ilustrada, que, suspendido, giraba sobre su cabeza al compás de una tonada.

El  juguete tenía cuatro muñecos: uno con forma del animal mugiente que nos alimenta con su leche, quesos, mantequilla y demás derivados, una oveja, un perro y otro que ahora no preciso. Vaca, repetía ella, luego de que yo pronunciara lentamente el nombre del generoso mamífero.

Gracias a ese juego, poco a poco se dormía plácidamente.

Vivi, mi primogénita, aprendió a hablar pronto y las palabras agua, mama y papa (sin tilde) fueron conformando su acotado pero maravilloso léxico de beba.

En cambio, la benjamina, Ana Luisa, no habló sino hasta los dos años aproximadamente, como una resolución tomada de forma autónoma; sí, ella decidió que no articularía palabras o frases hasta que un buen día dispusiese lo contrario.

¿Cómo supimos que expresarse dependería de ella sola y su sentido de libertad aparentemente prematuro? En muchas ocasiones le preguntamos ¿vas a hablar?, y respondía con una negación oscilatoria y firme de su cabeza. Un movimiento horizontal de un lado hacia el otro, N-O, así, sin más.

En efecto, un día de tantos, Luisa verbalizó frases completas y complejas, y nunca más, nunca, hasta la fecha, ha dejado de manifestar lo que piensa y desea, de manera rotunda y sin rodeos.

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Hace dos o tres días me enteré de que el 21 de febrero se celebra el Día Internacional de la Lengua Materna, aprobado y declarado en la Conferencia General de la UNESCO de 1999.

Fue una iniciativa de Bangladesh, para recordar que en 1952, un grupo de estudiantes fue reprimido violentamente en la entonces república de Paquistán, al demandar el reconocimiento y la conservación de su lengua materna llamada Bangla.

La efeméride me resonó profundamente; fue como si mi mamá, mis abuelas, mis bisabuelas, mis ancestras, me estuvieran repitiendo en coro: lenguas maternas, así en plural, porque siento que cada una de ellas se comunicó conmigo amorosamente, en su clave propia de mujeres y madres.

Conmemorar la fecha es un homenaje a las formas vivas de esas lenguas primigenias, que en términos no tan metafóricos succionamos de la teta de las madres. Más que enseñar un código verbal, que como dice Noam Chomsky está latente con su función biolingüística, nos permite articular pensamiento, emociones, sensaciones, corporeidades, recuerdos, deseos.

Nos hace pertenecer, construir identidades y diferencias, generar vínculos y relaciones, nos permite comunicarnos y crear redes, tejidos sociales, comunidades, disentir, resistir, cambiar, transgredir. En una palabra: ser humanidad.

La conmemoración me hizo recordar la respuesta de la lúcida Hannah Arendt, cuando en una entrevista le preguntaron “¿qué cosas, en su opinión, siguen existiendo? ¿Y qué cosas han desaparecido irremediablemente?”. La pensadora y escritora alemana contestó rotunda y sin rodeos: ….”¿Qué queda? Queda la lengua”. “¿Y esto significa mucho para usted?”, siguió el entrevistador; a lo que Hannah respondió: “Mucho. Siempre he rechazado conscientemente la pérdida de mi lengua materna”.

También me trajo a la memoria ese libro precioso de Fabio Morábito El idioma materno, en que el último relato homónimo enuncia: “No se llora a secas, en abstracto, sino en el seno de una lengua concreta, de ahí que muchos individuos que adoptaron otra lengua, cuando lloran, sienten que lloran todavía en su primer idioma”.

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Me di cuenta por Instagram de la celebración del Día Internacional de la Lengua Materna. A medianoche, antes de dormirme, scrolleaba en mi feed de noticias y apareció un video en el perfil de Jirondai. En este, varias mujeres se referían a su lengua materna y la represión colonialista que sufrieron por hablar en bribri durante su educación pública.

El corto se titula Heredar las palabras e incluye este texto de Wade Davis: “Una lengua no es simplemente un conjunto de palabras o reglas gramaticales. Una lengua es un destello del espíritu humano, el vehículo mediante el cual viene a nuestro mundo material el alma de cada cultura particular. Es una fuerza generadora de la mente, un cauce, un pensamiento y un ecosistema de posibilidades para seguir viviendo”.

Mi hija Vivi me saluda por WhatsApp y escribe “Hola mama” (sin tilde); también cuando nos vemos me abraza apretado y me pronuncia sin acento. Esa fue la lengua materna que la trenzó desde que irrumpió en este mundo ancho y misterioso, con su origen, cauce y ecosistema. Un bosque primario que respira.