Por Yamlek Mojica Loáisiga
@yamlek
Todavía podría identificar el ardor de mis ojos por los gases que la policía tiraba y sé que mi cuerpo todavía reciente el trauma de huir de un tiroteo paramilitar.
Cuando huí de Nicaragua tenía 19 años y nunca antes había salido del país. Conocía a pocas personas extranjeras y no entendía bien el sentimiento de nostalgia. Probablemente tampoco sabía en qué me estaba metiendo, ni la seriedad de lo que había vivido meses atrás. Pero huí, sin dinero ni destino final. Porque era eso o esfumarme lentamente en una nación que me odia desde el día en que nací.
No recuerdo mucho de mis 19, en realidad. Recuerdo que era periodista de uno de los medios independientes más relevantes de Nicaragua, también que tenía un grupo de amigas increíbles, que quería mucho a mis abuelos, que estaba a dos semestres de terminar la universidad y que estaba en un noviazgo muy turbulento, pero en ese momento no lo sabía. Las memorias son muy confusas todavía.
Sé también que esta historia comenzó en abril del 2018, cuando Daniel Ortega, el presidente ilegítimo desde hace más de 16 años, anunció una serie de medidas inconstitucionales para “salvar” al seguro social del país. Las medidas consistían en aplicar más impuestos a los trabajadores con salarios bajos, a las remesas y a los mismos pensionados.
También recuerdo que, por primera vez en muchísimos años, –más de los que puedo rememorar– los nicaragüenses salimos a protestar contra las medidas y a cambio recibimos golpes, gases lacrimógenos y balas. Sé que todavía podría identificar el ardor de mis ojos por los gases que la policía tiraba y sé que mi cuerpo todavía resiente el trauma de huir de un tiroteo paramilitar en una de las calles principales de la capital.
La escala de la violencia era tan mayúscula que no pasaron muchas semanas cuando el gobierno comenzó a perseguir a activistas y estudiantes, a los familiares de asesinados y a los periodistas que contaban las atrocidades que pasaban en el país. Periodistas como yo.
Ahí comencé a ser acosada y amenazada. Me decían que iban a violarme o que un día mi mamá iba a encontrarme en una bolsa en la carretera. Recuerdo uno de los mensajes explicándome cómo me iba a cortar la lengua y qué iba a hacer con mi cuerpo una vez que me asesinara.
Sabía que no podía quedarme en mi país por mucho más tiempo y, aunque habían dos posibles países donde huir, mi codependencia dentro de mi antiguo noviazgo me hizo aterrizar en Costa Rica. Sin planearlo un día me convertí en migrante dentro de un país desconocido y donde nadie sabía quién era.
Salí de la adolescencia a una adultez forzada y poco preparada, en un escenario donde tenía todas las de perder. Dejé atrás un “futuro brillante”, por la incertidumbre y la promesa de seguir viva. No contaba con nada más que la leve esperanza de regresar a una Nicaragua libre, lo que sea que significaba en ese momento.
Al llegar a Costa Rica no me quedaba mucho: mi felicidad se esfumó, el dinero no sobraba y la moral estaba caída. Lo que sí tenía era un correo de un periodista costarricense que, sin conocerme, ni saber de mi trabajo, me abrió las puertas de su medio sin dudarlo dos veces. No recuerdo mucho de los 19, pero sé que ese gran hombre salvó mi vida. Probablemente ni sabe el impacto que tuvo en mí.
Pasé de llorar todos los días en un hogar que no era el mío, a veces sin salir de la cama en todo el día, a tener una razón para ser medianamente funcional. Me abrió las puertas de un espacio lleno de amor donde no tenía que sufrir los gritos xenofóbicos que escuchaba en las calles cuando hablaba con mi acento. Donde pude desarrollarme sin ser cuestionada en una carrera que apenas empezaba y que ni sabía si realmente me gustaba. Hasta conocí a mi mejor amigo (y actual novio) ahí, entre semanarios y escritorios llenos de comején.
Aún así creo que sería una exageración decir que este país me “abrió los brazos” al llegar. Más bien luché para entrar casi a la fuerza en ese abrazo amigo que la institucionalidad le da a otros extranjeros más blancos y “machos” que yo o cualquiera de mis compatriotas.
También sería una exageración decir que todo valió la pena, porque de vez en cuando me encuentro fantaseando con la persona que pude ser, los lugares que pude visitar y la gente que pude conocer, de no haberme convertido en una migrante forzada. Supongo que el “quizás” no existe.
No puedo resumir toda mi vida migrante en un texto pequeño. Hay cuatro años de vida, risas y lágrimas entre ese momento crucial de mi migración y hoy, con 23 años, tengo una una carcasa completamente diferente a la de ese entonces. Probablemente nunca termine de extrañar la Nicaragua que conocía, la infancia que viví en un barrio marginal de Managua o los deditos de queso que compraba cerca de la redacción donde trabajaba. Esa Nicaragua que murió y no volverá.
Me conformo con saber que la vida que tengo, que esta versión de mí que me tocó, tiene un hogar en Costa Rica. Un hogar construido con mis propias manos y mi sangre, muy diferente al que dejé, pero un hogar al final.
Me da paz saber que las cosas que no recuerdo de mis primeros meses migrantes deben quedarse ahí, empolvándose al fondo de mi cerebro, sin que les preste atención ni cuidado. Porque aunque es importante rescatar las memorias para recordar quiénes fuimos, es más importante crear nuevas, para saber quiénes seremos.