Columna

Cuando la felicidad nos intoxica

Por Adriana Gutiérrez

Obligarnos a estar bien y pensar positivo puede provocar sentimientos de culpa, frustración y enojo cuando no es posible sentirnos felices.

Desde pequeña he escuchado que la felicidad es el destino ideal en la vida, y que no es posible sentir plenitud si no se está feliz. Todo a nuestro alrededor refleja en pequeña o gran medida la idealización de la felicidad en nuestra sociedad.  Hoy, estas concepciones me resuenan, porque he comprendido que la felicidad no siempre es una elección, ni un destino.

Debido al más puro de los instintos de supervivencia, las personas siempre buscaremos los entornos y condiciones más adaptativos, favorables y agradables posibles. Por esta razón la felicidad, sin duda alguna, es la emoción que más deseamos sentir. Además, ¿quién quiere sentirse mal adrede? Fisiológicamente hablando no es de extrañar, ya que nuestro cerebro produce una serie de sustancias de bienestar y felicidad, necesarias para afrontar el día a día. Pese a esto y a lo genuinamente bonito que es sentirse feliz, ¿es realmente adaptativo sentir felicidad todos los días a toda hora?

Si algo he aprendido como psicóloga y persona es que las personas no sabemos manejar los estados de crisis la mayor parte del tiempo. No sabemos cómo afrontar la incertidumbre, las emociones desagradables, las adversidades, ni cuando las cosas se salen de control. Esto, en gran parte, se debe a que la búsqueda y mantenimiento de la felicidad se vuelve nuestro único objetivo, lo cual nos hace olvidar que todas y cada una de nuestras emociones son necesarias para sobrevivir y afrontar nuestra cotidianidad. Sí…incluidas la tristeza, la ansiedad, la frustración, la ira y otras emociones temidas que son necesarias para estar bien, por más contradictorio que parezca.

Bajo esta perspectiva, en realidad no existen las emociones negativas, como suelen llamarles. Existen emociones agradables y desagradables, pero todas son necesarias y de carácter adaptativo. Una emoción nos ayuda a responder a los estímulos internos y externos cotidianos, y, aunque la felicidad es la emoción más deseada de todas, no es adaptativo estar siempre feliz.

Tampoco lo es sentir ninguna emoción en exceso. Para dar un ejemplo, cuando algo malo nos pasa, la tristeza nos permite reaccionar y reconocer lo que sucede. Sería extraño reírse y sonreír en lugar de darse el espacio de llorar y sentirse mal frente a situaciones notablemente dolorosas, ¿cierto?; y aunque generalmente sabemos de seis emociones primarias, en realidad existen más de 200. Doscientas formas de sentir; doscientas formas de afrontar al mundo. El problema comienza cuando alguna emoción no es transitoria y no fluctúa con otras, comenzando a atrapar el día a día con una alta intensidad, provocando un fuerte malestar emocional.

La ansiedad es necesaria, pero en exceso nos afecta muchísimo. El estrés es necesario también, pero en exceso drena nuestra salud física y mental. Así sucede con todas las emociones y, lamentablemente, la felicidad no es la excepción: su exceso también es dañino.

Las personas nos enfrentamos, entonces, a una paradoja de la felicidad. Por un lado. es esencial; y por otro, tóxica.  Mentalizarnos para estar siempre felices o pensar que todo saldrá bien no es una manera adecuada de afrontar nuestro entorno, limita nuestra capacidad de manejar emociones como la frustración e incertidumbre, disminuye nuestra flexibilidad cognitiva, y más que nada, no es realista. Obligarnos a estar bien y pensar positivo puede provocar sentimientos de culpa, frustración y enojo cuando no es posible sentirnos felices. Además, puede causar niveles de exigencia y perfeccionismo emocional sumamente dañinos al no ser alcanzables.

Este discurso de positividad tóxica lo encontramos en frases populares como: “estar bien es una decisión”, “todo mejora con una sonrisa”, “todo está en la mente”, “todo pasa por algo”, “ser feliz es ser una persona exitosa” y “todo se puede lograr si lo querés”.

La cruda pero necesaria realidad es que eso no funciona siempre así. Por un lado, la felicidad promueve el bienestar, no el éxito. Bajo esta idea, ninguna persona sería exitosa porque es imposible estar siempre feliz. Estas ideas culpabilizan a las personas, haciéndolas sentir como un fracaso si no son felices. Por otro lado, aunque actuemos y pensemos de determinadas maneras para ayudarnos a estar mejor, muchas situaciones y factores biológicos, psicológicos y sociales nos impiden estar bien y se salen de nuestro control, por lo que la felicidad no es una elección.

En lugar de intentar estar siempre feliz y ver la felicidad como un destino, empecemos a reconocer y aceptar nuestras emociones, por más dolorosas o desagradables que sean. Ellas nos dan información de lo que sucede; nos ayudan a tomar decisiones, nos permiten comunicarnos y establecer vínculos, nos hacen disfrutar de las cosas lindas de la vida, nos permiten conocernos más, y lo más importante, nos enseñan aprendizajes a través de la experiencia.

Normalicemos sentirnos mal. Esto no se trata de mal agradecimiento, ni de “atraer lo que se piensa”, ni de mentalizarse a estar bien. La psicología actualmente se enfrenta a un negocio de la motivación que crece cada día más, en el que discursos de felicidad tóxica son promovidos por personas sin escrúpulos que buscan lucrar con el dolor ajeno, estableciendo objetivos poco realistas sobre la felicidad y bienestar. Recordemos que las emociones están para sentirlas y, en lugar de normalizar o romantizar las situaciones difíciles por creer que “por algo sucedieron”, procuremos sacar aprendizajes de ellas, pero no tratemos de aceptarlas todas como algo positivo.

El auto-monitoreo de nuestras emociones en el tiempo nos permitirá saber cuando algo no está bien y es hora de buscar ayuda, porque una emoción sobrepasa nuestra capacidad de afrontamiento. Más allá de huir y evitar estas emociones en busca de la felicidad absoluta, entendamos que el verdadero destino y camino correcto es vivir el día a día dentro de un balance, en el que no dejemos a un lado nuestro lado humano y nuestro derecho a sentirnos mal.

¡Desintoxiquémonos de la felicidad!